Corazón de paja roído por los cuervos

estupendo fotomontajeEstoy lejos del lugar donde no se si fui feliz y a donde nunca habré de volver, porque cuando lo haga solo habrá exitido en mi memoria. Mi corazón de paja se desparrama por una ciudad que no quiere más que a su ombligo de acero y hormigón.

Es un sentimiento ancestral aquel que nos hace suspirar con tristeza cuando abrimos la ventana y al cerrar los ojos el viento solo nos devuelve aire corrupto por una vorágine de máquinas que producen personas marchitas. Quizás no sea comprensible para aquellos que nunca se han sumergido hasta la cintura en un océano de trigo verde y amapolas, para los que ignoran que se van a mojar cuando son invadidos por un olor a polvo, cereal y el bochorno que precede a la tormenta, para esos que no se han dejado abrumar por un cielo de verano atestado de planetas y carente de luces ajenas al cosmos. Una sensación extraña para todos los que, en definitiva, han roto el vínculo con todo aquello que estaba aquí mucho antes que el hombre, un hilo roto que les hace desdeñar ese sentimiento como el que relega a la bondad humana a fábulas de libros que ya no toca abrir.

Disfrutar de la naturaleza sin cuestionarse nada más, zambullirse en ella sintiéndola refrescante y renovadora, como frio como un mar de junio. Fascinarse en cada camino, en cada monte, con los pies en la orilla, asombrarse con el pelo revuelto por el viento, lograr ver belleza en el desierto y en el vergel, en el horizonte y en la hierba que pisas.

Vuelve a ser un niño cuando quede a tus espaldas el límite de esta jaula adoquinada que es la ciudad, escucha y el mundo te contará el misterio que nunca ha dejado de cantar. Porque una hilera de árboles no es un bosque, así como una plaza no puede ser un prado por más flores que la adornen, ni una fuente un río ni los peces de un estanque son libres.

Dime vete y yo te diré hambre.

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